sábado, 6 de octubre de 2007

Los renglones torcidos de Dios


Quiero compartir con los que os paseis por aquí mi experiencia en un psiquiátrico.
Para los que aún no os hayais asustado y sigais leyendo, os explicaré que mi experiencia fue profesional y no de usuaria...Para los que os habíais emocionado al pensar lo contrario, lo lamento.
El psiquiátrico en cuestión se dividía (de forma no oficial) en dos zonas: la zona "visible" donde están los médicos, los despachos y la mayor parte de las unidades, con dormitorios y salas de grupo seminuevas y pintadas de blanco imputo y, por otro lado, "El Pabellón".
El Pabellón es uno de los dos edificios que constituían el antiguo psiquiátrico, a unos dos kilómetros del actual. Antes uno estaba destinado a hombres y otro a mujeres, pero hoy el de hombres está abandonado y tanto unos como otros se han instalado en el otro, que ha sido reformado como se ha podido. En esta unidad están lo que se llaman los Crónicos. Son personas generalmente ancianos, que arrastran la enfermedad desde muchos años atrás y para los que ningún tratamiento psicológico parece tener resultado. El tratamiento farmacológico se les mantiene para que sufran menos y para controlar a aquellos más agresivos o peligrosos, pero no se hace más que cuidarlos y hacer que su "vida" sea lo menos horrible posible.
Cuando llegamos al pabellón, lo primero que llama la atención es lo grande que es todo, casi desproporcionado. Los techos son muy altos, los pasillos muy anchos y no hay apenas muebles. En los dormitorios, si se les puede llamar así, donde antes había unas 10 camas, ahora solo quedan 6 camastros, como colgando en el cuarto, sin colchas, sin mesillas, sin armarios, sin adornos... solo unas sabanas blancas y correas de cuero como en los psiquiátricos de las películas.
Las puertas con un “mirador” y cristales en las paredes desde los que vigilan, los baños de los trabajadores, tienen cerrojos y los pacientes tienen baños comunes, uno en el pasillo de hombres y un pasillo de mujeres. Las ventanas de hierro dan la impresión de no cerrarse bien, parecen de hace 50 años y casi puedes escuchar el silbido del aire filtrándose en invierno; esto nos lo imaginamos, porque a 40º de temperatura que se alcanzan en verano, no hay aire acondicionado.
Los enfermos que van allí, los crónicos, un nombre muy bonito para lo que realmente es, son los residuales, los que tienen un deterioro tan grande que no se les puede poner en la calle y la familia hace años que no quiere saber nada de ellos. Según pasábamos por los pasillos del pabellón, todo aquello me recordaba el libro con el que descubrí mi vocación.
Los renglones torcidos de Dios habla de un tipo de psiquiátrico que la mayoría de las personas creemos que no existían ya, los manicomios de antaño y de película de miedo, esas galerías de monstruitos, que inspiran una mezcla de temor y ternura.
Se remueve algo por dentro cuando una enferma nos enseña todo lo que había cosido para sus sobrinas, los manteles que había hecho con sus servilletas a juego, o los pañitos para cuando se casen... para unas sobrinas que probablemente no volverá a ver y que, posiblemente, no recuerden a esa tía a quien sus abuelos encerraron en un manicomio porque estaba loca. Son, además, personas que se alteran con la novedad, ya que en los 20 o 30 años que llevan allí están acostumbrados a los cuidadores y enfermeros que se han convertido en su familia y nadie va a visitarlos.
En realidad, la principal terapia que se lleva a cabo allí es la de cuidar y dar algo de cariño a los enfermos, para que sientan en casa en la medida posible.
La moraleja que, como toda historia tiene la mia es un aprendizaje humano más que profesional. Es espantoso pensar que una familia pueda decidir que su hijo, su tía "la del pueblo" o su propio padre no merece ni siquiera un mínimo de atención. Dan problemas, tienen momentos duros, momentos de bajón o de subidón y altercados con vecinos o con la policía, pero la enfermedad no es una excusa suficiente para mucha gente y resulta más fácil dejarlos de la mano de Dios.
Este tipo de instituciones existen para ayudar a los enfermos y, por qué no, para ayudar a sus familiares a cuidar de ellos; opción que, sin embargo, no está reñida con el apoyo, las visitas y sobre todo el cariño de los tuyos...que mandan un mensaje alto y claro al enfermo: me importas y no te abandonaré...lo que en la mayor parte de estos casos resultaría la más eficaz de las terapias.

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