viernes, 25 de abril de 2008

Sobre las discusiones y otros privilegios



Todos peleamos. Todos. Sin excepción. Y aquel que diga que no, o tiene un serio trastorno de personalidad dependiente o directamente esta mintiendo cual bellaco.

Como observadora del amplio universo del comportamiento humano, me resulta tremendamente interesante comprobar las distintas reacciones que tienen los humanos o humanoides en una situación de conflicto interpersonal.

Como "individua" perteneciente a este grupo humanoide, me hallo inmersa también en la vorágine de sentimientos y luchas internas -y externas- que supone una pelea. Y ahora mismo, es desde esta perspectiva desde la que me apetece hablar sobre las discusiones.


Siempre se ha dicho que dos no discuten si uno no quiere. Creo que eso es algo absolutamente falso. Dos discuten si uno quiere y si, por lo que sea, la otra parte no quiere discutir, inexplicablemente agrava la situación (véase este fenómeno mucho más claramente en las relaciones amorosas).

Además, esto se ve claramente con situaciones cotidianas. Nos resulta tremendamente difícil que alguien no nos deje tener control sobre algo. Así, cuando alguien nos dice, "no quiero hablar del tema" algún tipo de dispositivo se activa en nuestra cabeza impidiéndonos que procesemos el significado de esto. Lo que en realidad interpretamos es "quiero escuchar cómo me recriminas". Es un mecanismo perfecto, porque cuando alguien no quiere hablar, le reñimos, le recriminamos, le soltamos un discursito de eres inmaduro, irresponsable o directamente-inútil-en-las-relaciones y, de esta forma, le presionamos a que hable. Es una provocación en toda regla. Pero nuestra mente es una superviviente tan experta que nos hace pensar que estamos actuando de una forma perfectamente lógica y que, además, tenemos toda la razón del mundo.

Luego nos ofendemos cuando la otra persona no reacciona a nuestra provocación...Nuestro protector cerebro no nos deja darnos cuenta de que lo que nos dijo nuestro interlocutor desde el principio es que no quería hablar y hemos sido nosotros quienes no le hemos respetado.


Otro tema interesantísimo son las opiniones. Sí, las opiniones. Somos "opinadores" profesionales. Opinamos de todos y sobre todo. Da igual si no tenemos todos los datos o si no nos han pedido esa opinión. Nosotros la damos así, gratuitamente. Somos así de esplendidos.

Es curioso cómo nos permitimos el lujo de opinar sobre cualquier aspecto de una situación. No nos limitamos a opinar sobre las reacciones conductuales de alguien. Opinar si dar un puñetazo por no saludar es desproporcionado, es demasiado zafio...Nos gusta mucho más opinar sobre emociones.

Eso sí. Eso es más fino, más hiriente...y además, cuantos menos datos tengamos, mejor. La empatía siempre ha sido un obstáculo de lo más molesto para este tipo de menesteres.

Emitimos juicios de valor sobre la conveniencia o la proporción de los sentimientos de alguien. Es una estrategia perfecta, porque es algo sobre lo que la otra persona no tiene control alguno.

Vemos al pobre infeliz, pensando que lo que hay que hacer es contener los impulsos agresivos hacia su interlocutor. Pobre ingenuo, no sabe que lo que deje de hacer no nos importa. Ya ha expresado de alguna forma más socializada su emoción y con eso tenemos material de sobra para poner en marcha la maquinaria de críticas.


Es un tema peliagudo. El orgullo juega un papel fundamental en la interacción conflictiva. Ni siquiera cuando somos culpables nos bajamos de nuestro pedestal de superioridad moral. Nuestro primer instinto es "dar la vuelta a la tortilla" y reñir al ofendido por ofenderse. Fustigarle con la inconveniencia de sus sentimientos y luego no permitirle tener control ni siquiera sobre la opción de hablar o no del tema...


Todo esto es una opinión, claro está. Y os la dejo así, gratuitamente. Porque soy así de esplendida...

viernes, 11 de abril de 2008

Niños salvajes III: Kaspar Hauser


El 16 de mayo de 1828, lunes de Pentecostés, todos los alemanes de Nürenberg estaban en la calle celebrando el Ausflug anual, una fiesta en la que ni un solo vecino se quedaba en su casa: pobres y ricos poblaban las empedradas arterias de la ciudad. Todo era cantos y griterío, la cerveza se consumía sin cesar. Los primeros que vieron al extraño visitante que acababa de llegar creyeron que todo era producto de la incipiente borrachera. De pronto, en la plaza Unschlitt, como salido de la nada, había aparecido un sujeto encorvado y de mirada turbia, con la mandíbula colgante y aspecto simiesco. Los dedos de sus pies asomaban sangrantes de sus botas rotas. En su temblorosa mano derecha apretaba una carta. Hubo gritos de espanto. Los más precavidos corrieron a llamar a las autoridades.
Si bien el hombre no parecía correr el menor peligro, resultaba una figura extraña para los vecinos del lugar. Un zapatero, algo más benevolente, ofreció cerveza y jamón a esa infeliz criatura que por su aspecto se parecía a un grotesco y golpeado espantapájaro. El insólito forastero llevó la jarra a su boca, bebió un largo trago y vomitó no bien la cerveza había llegado a su estómago. El zapatero insistió, en este caso le ofreció pan y leche. Esta vez dio en la tecla, porque la misteriosa criatura comió y bebió sin problemas.
Cuando llegaron el alcalde y el oficial de guardia, ya el hombre parecía algo más tranquilo.
Lo acosaron a preguntas, pero de inmediato descubrieron que no podía pronunciar su nombre, aunque sí escribirlo en un papel: Kaspar Houser, escribió y ésa fue la primera de las muchas sorpresas que provocaría el enigmático Kaspar Houser. Aquella vez únicamente escribió su nombre, fuera de eso, apenas respondía "no sé" a las preguntas, y llamaba "muchacho" a cualquier persona y "caballo" a todos los animales.
La carta, sin firmar y dirigida a un capitán de caballería, informaba que Kaspar era huérfano, tenía 16 años y quería ser jinete militar.
Y concluía: "Si no acepta usted tenerlo, mátelo a golpes o cuélguelo de un árbol". Molesto ante la mudez de Kaspar, el capitán opinó que se trataba de "un imbécil o un primitivo" y lo dejó en manos de la policía.
Sin embargo, el médico que lo revisó dijo: "El hombre no es un retrasado mental, pero sin duda se lo ha privado de un desarrollo normal".
Así empezó el calvario de este extraño personaje sin padres, hogar ni pasado.
Un enigma irresuelto que asombró a los intelectuales europeos por sus ribetes de locura, conspiración y drama criminal. Su historia, que desde el mismo momento que se conoció interesó a los intelectuales de Europa fue, incluso, llevada al cine.
Su carcelero dijo al diario local: "Kaspar permanece horas sentado sin mover un sólo músculo. No camina y le molesta la luz. En la oscuridad ve como un gato". Y llegaron centenares de curiosos, educadores y científicos.
Todos querían ver como era ese "buen salvaje" que defecaba en su celda sin importarle la mirada ajena y jugaba con un caballito de madera al que además alimentaba antes de comer él.
Otras atracciones consistía en arrimarle una vela, cuya llama Kaspar pretendía tomar, quemándose los dedos, o mostrarle un reloj de péndulo, cuyo movimiento y sonido lo aterraban.
No diferenciaba entre un objeto inanimado y otro vivo.
Después, liberado y puesto al cuidado de un
simple maestro, ocurrió algo inexplicable. No había pasado un mes de aparición, y ya el analfabeto Kaspar Houser sabía leer y escribir como cualquier muchacho de su edad. Tanto que el 7 de julio redactó un dossier completo sobre su único, casi excluyente recuerdo: una habitación minúscula en la que no podía estar de pie, ni había luz, ni sonidos, ni cambios de temperatura, y donde al despertar encontraba una jarra gris y un pan negro. Jamás había visto a un ser humano y, sólo acompañado por su caballito de madera, nunca se sintió feliz o triste, dolorido o cansado.
La policía de Nürenberg no encontró el lugar descripto por el enigmático Kaspar Houser.
En 1829, bajo la tutela del filósofo George Daumer, Kaspar era un amnésico asumido, un refinado comensal y un poeta en ciernes. Pero en octubre de ese año ocurrió algo raro: fue encontrado inconsciente en el piso de la bodega de Daumer, sangrando de un feroz tajo en la frente. Al despertar, declaró que un sombrío enmascarado con guantes de cuero había intentado acuchillarlo, pero las autoridades no le creyeron. "La herida se la pudo haber causado él mismo", dijeron .
Durante los tres años siguientes, a cargo de un excéntrico lord inglés, Kaspar fue bautizado en la iglesia protestante y paseado por las cortes europeas. En 1833, el municipio de Nürenberg, responsable legal de Kaspar, forzó al lord a llevarlo a Ansbach, donde el ahora mundano "ex salvaje" se sintió agobiado por partida doble.
La villa era demasiado tranquila y su custodio oficial, el abogado e investigador Anselm von Feuerbach, había muerto aplastado por un carro frente a la mismísima comisaría, luego de apuntar en su libreta: "Ya sé que Kaspar Houser es hijo natural de un príncipe de Baviera y que su vida o muerte están sujetas a oscuros intereses. Quienes conocen su secreto tienen el poder y los medios para reiterar el primer intento de asesinato. Voy a develar esta siniestra confabulación".
Kaspar no leyó esa nota, pero el revuelo de armas y vigilantes que la concejalía de Nürenberg montó en la puerta de su alojamiento lo tornó irritable y asustadizo. Ya no podía ir y venir libremente, y vivía otra vez encerrado en un cuarto oscuro.
La noche del 13 de diciembre huyó por la ventana. Volvió al amanecer, tambaleante, moribundo, con profundas cuchilladas en los pulmones y el hígado. Antes de derrumbarse, contó que en la plaza de Ansbach un hombre le preguntó su nombre, le aseguró saber quién era su madre, le entregó una cartera con papeles y luego lo apuñaló. La policía no encontró rastros del atacante, pero sí la cartera. Contenía una misterios carta redactada al revés, para ser leída ante un espejo, que decía: "Hauser miente...Se escapó y...En la frontera de Baviera...sobre el río...Me llamo MLO". Nada claro, y entre tanto Kaspar agonizaba sin agregar una palabra más. Y nuevamente las autoridades dijeron que se había herido a sí mismo. Tres días más tarde, antes de expirar, repitió varias veces: "Yo no fui, juro que yo no lo hice". Los colegas de Feuerbach reabrieron el caso y hasta hubo pleitos por injurias a los nobles de Baviera, pero la tesis de que Kaspar era un vástago real criado en prisión no prosperó. Y si él sabía algo más en su hora final, se lo llevó a la tumba.

jueves, 10 de abril de 2008

Niños salvajes II: El caso de Kamala y Amala



La historia de estas niñas empieza en 1920, cuando un misionero llamado J.A.L. Sing, que se encontraba a las afueras de Midnapore fue informado por un nativo horrorizado que había un fantasma en el bosque, y que era necesario hacer un exorcismo. Cuando Singh fue a investigar lo que ocurría, acabó descubriendo a dos niñas desnutridas y salvajes en la madriguera de unos lobos en un nido de termitas, a quienes la madre loba defendía como si fueran sus cachorros. Aunque Singh dudó en qué hacer, antes de que pudiera decidir los nativos mataron a la loba y capturaron a las dos pequeñas. De hecho le costó acalorados discursos desde el púlpito para evitar que las niñas fueran también tiroteadas.


Kamala era la mayor. Tenía 6 años y su hermana Amala tan solo 3. Separadas así de su entorno "familiar" solamente se tenían la una a la otra, considerando hostil cualquier otro ser humano que se las acercara.
En los primeros meses, las pequeñas eran sumamente agresivas y peligrosas : arañaban, mordían y atacaban como bestias a quienes se le acercasen. Tenían las mandíbulas afiladas y los caninos más largos de lo habitual; los ojos les brillaban en la noche y veían mejor que nadie en la oscuridad, así como su sentido del olfato estaba especialmente desarrollado. Tampoco sabían llorar o reír, ni tenían, aparentemente, ningún sentimiento humano. Se constató que no parecía haber vínculos familiares entre las dos, lo que llevaba a la sorprendente conclusión que la loba las había recogido en diferentes situaciones.
Su adaptación fue tan difícil que el reverendo Singh se llegó a preguntar si no hubiese sido mejor dejarlas en el bosque.
Tan solo 1 año después de su ingreso en el orfanato, la pequeña Amala enfermó y murió de disentería.
Cuando Amala falleció, se vio a Kamala llorar (además, se la tuvo que separar por la fuerza del ataúd de su "hermana"). Pasó las semanas siguientes refugiada en una esquina y aullando en las noches.

A partir de entonces Kamala se mostró más sociable. En la foto puede vérsela tomando comida de la mujer del reverendo, a la que también permitó que la tocara y la besara ocasionalmente.
Como resultado de la educación recibida, Kamala mostró algún tipo de progreso, por ejemplo, aprendió los conceptos elementales de cantidad, empezó a andar por si misma y adquirió un vocabulario de unas cuarenta palabras monosílabas. Estas se referían únicamente a objetos de importancia vital y concreta. Esto es todo lo que se pudo conseguir hasta la muerte de Karnala, al cabo de nueve años de estar viviendo allíEn 1929 contrajo la fiebre tifoidea y murió tras dos meses de enfermedad. Fue enterrada junto a Amala en el cementerio cristiano de St.John.